Según me contaron, la taquillera al ver a tanta gente distinta cada día durante breves segundos, oir sus comentarios antes de entrar y despues de salir, comerse el bocadillo en el cine durante sus minutos de descanso, le habían dado una visión curiosa de las cosas. Los retales de peliculas pero también de vidas ajenas, le hacían imaginar el resto, cosa que hacía a su antojo.
No era un cine cualquiera, y eso se notaba en su público. A ella acudían verdaderos amantes del cine para ver las reposiciones de los grandes clásicos.

La taquillera sentada en su taburete y con la mano apoyada en la cara se quedó absorta pensando que la pareja que había visto vivía la historia más bonita de todas en sus corazones, sin trabas y lejos del mundanal ruido. Le gustó imaginar que ambos tenían su rincón privado en sus cabezas, donde conectaban sin necesidad de verse o hablar, donde se conocían poco a poco sin mirar el reloj y bailaban al son de canciones aun por componer y se alegraban de coincidir en gustos sobre las ya compuestas.
Se sentía absurda y tonta por esto muchas veces, pero lo tenía asumido y no le preocupaba. Es más, en aquél preciso momento de su vida aquella manera de pensar le venía sola y no le apetecía luchar contra ella, era en definitiva, como la agradable sensación de caminar con el viento a favor.
Así, nuestra taquillera fisgona, pasaba los días de su vida. Envuelta en la magia de las historias comunes de la calle entremezclada con el sabor del cine. Sin embargo al llegar a casa todo se desvanecía y el silencio de su casa envolvía su tristeza que sólo compartía con su humilde gato Lumier.