Hace tiempo que escuché una historia acerca de una taquillera de cine. Trabajaba en una de esas pequeñitas y viejas salas de cine que, extrañamente, aún quedaban en la ciudad. La mujer en cuestión llevaba trabajando casi media vida allí y acudía todas las tardes de cuatro a doce. Era un trabajo que, si bien no requería mucho esfuerzo, te debía gustar. Eran muchas horas en aquella ventana tras la cuál, nuestra traquillera, observaba los trozos de vidas de la gente que se personificaban en tan peculiar escenario.
Según me contaron, la taquillera al ver a tanta gente distinta cada día durante breves segundos, oir sus
comentarios antes de entrar y despues de salir, comerse el bocadillo en
el cine durante sus minutos de descanso, le habían dado una visión
curiosa de las cosas. Los retales de peliculas pero también de vidas
ajenas, le hacían imaginar el resto, cosa que hacía a su antojo.
No era un cine cualquiera, y eso se notaba en su público. A ella acudían verdaderos amantes del cine para ver las reposiciones de los grandes clásicos.
Aquella tarde la taquillera llegó a las cuatro menos cuarto y se dispuso a realizar su pequeño ritual de todas las tardes. Tras entrar por la puerta trasera encendió todas las luces, abrió la persiana y se sentó en su taburete a la espera. La primera sesión era a las cuatro y cuarto así que no tardaron en aparecer unas cuantas personas para comprar las entradas. De entre ellas había un joven que compró dos tickets a pesar de llegar solo en ese momento. No era muy alto sino mas bién bajito y vestía algo clásico, camisa y pantalones de pinza junto con una chaqueta algo más informal. El joven se quedó esperando junto a la columna fumandose un cigarrillo. A lo minutos apareció su acompañante que no era mas que una chica bastante mona, al parecer de la taquillera. Hacían una pareja curiosa, no obstante el brillo de sus ojos delataban sus sentimientos.
La taquillera sentada en su taburete y con la mano apoyada en la cara se quedó absorta pensando que la pareja que había visto vivía la historia más
bonita de todas en sus corazones, sin trabas y lejos del mundanal ruido. Le gustó imaginar que ambos tenían su rincón privado en sus cabezas,
donde conectaban sin necesidad de verse o hablar, donde se conocían poco
a poco sin mirar el reloj y bailaban al son de canciones aun por
componer y se alegraban de coincidir en gustos sobre las ya compuestas.
Se sentía absurda y tonta por esto muchas veces, pero lo tenía asumido y
no le preocupaba. Es más, en aquél preciso momento de su vida aquella
manera de pensar le venía sola y no le apetecía luchar contra ella, era
en definitiva, como la agradable sensación de caminar con el viento a
favor.
Así, nuestra taquillera fisgona, pasaba los días de su vida. Envuelta en la magia de las historias comunes de la calle entremezclada con el sabor del cine. Sin embargo al llegar a casa todo se desvanecía y el silencio de su casa envolvía su tristeza que sólo compartía con su humilde gato Lumier.
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